PRÓLOGO AL DELIRIO
La belleza es siempre temible
y se hace difícil poder soportar,
cuando vas de un silencio a otro
cubriendo tus ojos con mi soledad.
Indio Solari
Rueda mi corazón
hacia el ángulo más hermoso de su cuerpo.
Bajo una sábana tibia,
bajo una sombra ligera de ternura
dejo de escuchar las balas,
dejo de escuchar los ladridos,
ceso de oír el llanto que acostumbran las calles,
dejo de lado (por un segundo diminuto)
el silencio de cada cuerpo que inaugura la ausencia.
En medio de esta pérdida del sentido,
están siempre alerta mis ojos,
está siempre desnuda mi sangre.
Existen esos labios
y el terror es una cicatriz que me cuesta pronunciar.
Estas manos ya han escrito la muerte. Estas manos ya han escrito la muerte,
pero también son capaces de sostener el amor.
En estas breves horas de nuestro nacimiento
déjenme tenderme desnudo frente a su pecho,
como niño que comienza a comprender la vida.
Existen sombras, lo sé, las he visto.
Existe la bota tirando la puerta,
se yerguen azules todos los ídolos
que derrumban la brevedad de los años.
«En las canas no hay culpa»,
dicen los sacerdotes de las viejas costumbres,
mientras los abuelos lloran a sus nietos,
inmediatamente después
de que las madres retiren de aquel penal
el cuerpo inmóvil de sus hijos.
Antes de las arrugas
tendremos que escoger el ataúd más hermoso,
o el que podamos pagar con el filo miserable de nuestro calendario;
por si acaso encuentran nuestro cuerpo, por si todavía es posible velar nuestro adiós.
Entonces ¿por qué no podría yo extender mi beso a lo largo de esta página?
Llegan los poetas desde lejos
aparecen ahogándose en medio del alcohol;
yo sé que recuerdan mi nado junto a ellos,
yo comprendo la profundidad de su asfixia,
pero me niego al grito fácil, al graznido inmediato,
me niego a la denuncia únicamente dentro del círculo de amigos,
me niego a esa espuma escurriéndose entre los dientes.
[Si algo de espuma habrá de nacer
espero que sea semejante a la que se derrama en alguna esquina del mar]
Me piden que grite, mientras lanzan un aullido desafinado,
mientras dicen: «no me dejan publicar mi libro al interior de esta frontera»
Entonces ¿Dónde está la negrura de sus huesos?
¿En qué sitio se escondió el polvo más antiguo de sus años?
Nívea silueta del árbol nocturno:
húmeda es mi palabra
y firme el refugio que me construye cada voz conocida entre tus parientes muertos.
Crecerán pájaros de mi boca,
crecerán cantos azules con el paso del tiempo
y frutos inéditos desde el principio de la levedad.
Pero en este momento
encontré al paso un verano escondido,
una revelación cicatrizada que necesitó de otras carnes.
No habrá sequía si es entre mis manos
no habrá arrepentimiento si es frente a sus ojos.
Si el invierno llega
será para aprender de la blancura de su cuerpo,
o para enterrar el mío en cada lengua de las pocas personas que me aman.
Nunca he buscado el silencio
no recuerdo haber tomado vacaciones frente al dolor.
La mano se cierra y encuentra el rostro
la palma se abre, y con ella
la página derrama transparente su caricia.
Esta memoria es capaz de cuidar un corazón
que entiende el principio y el fin de la sangre.
Abrazo a la espiga del tiempo,
mi cabeza es una torre de fuego.
Adonis (Ali Ahmad Said)
Al filo de la madrugada
yo besaba a una mujer distinta;
era mi corazón una caries
en la dentadura invisible de la noche,
mis manos
otra forma de nombrar la inercia.
En medio del desierto
mastiqué la arena e imaginé tu cuerpo
tu cuerpo que es caricia en el bostezo más lejano de la sed.
En medio de la sequía, del cactus,
al otro lado del espejismo:
todos los cristales contenían un lenguaje
semejante a la coreografía que aprendieron nuestros labios.
De allí,
que mi boca fuera sorda ante otras bocas,
que mi lengua ciega frente a otra saliva,
que la nieve recorriera mis manos si no encontraba tu cintura.
Estás, de nuevo,
diminuta, caminando sobre mi pecho,
descalza en contra de la memoria,
huyendo
de la última sonrisa que te pudiera encontrar.
Más adelante,
el amor es una fractura en la sangre,
un coágulo oscuro hecho de nombres,
una bandera que yergue su orgullo en el fracaso,
un poema recurrente que no termina de dibujarse frente al mar.
Te veo sonreír, lejana, ante la tumba de todas las promesas.
Allá adentro, sólo el insomnio es capaz de reconstruir tu desnudez,
y regresar hasta mi ternura: esa última lágrima que recostaste sobre mis dedos.
A lo que resta de mi voz la habitan los perros,
y es mi boca una ciudad que se abre contra el vacío,
una catedral en que nadie podrá volver a doblar sus rodillas.
Este amanecer de cuchillos lleva tu nombre,
y es apenas perceptible el aroma en que los días
terminaban con mi tacto inaugurando tu respiración.
Te veo escupir la mañana
asomada en el abismo de otra sangre.
En esta página
he calcado esa memoria
que buscarás sepultar bajo toda la espuma,
en medio de los vasos que anegan tu reflejo.
De esto habló en algún momento la ceguera;
el oro de los tigres es una doble silueta que se apaga,
una invertebrada carretera en que nacen los sismos,
una luminosa lengua de serpiente devorada por la noche.
Esto es lo que se pierde entre el ojo y la página
entre la palabra y el vientre que se ha escrito
cuando todas las luces, finalmente se apagan.
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