Literatura
Biografía
Soy Tatiana Alemán y nací el 18 de marzo de 1990. Actualmente tengo 33 años de edad y no vivo en El Salvador desde hace cinco meses, pero esto es temporal, el regreso siempre está a la vuelta de la esquina. Escribo desde los ocho años de edad. "Platero y yo" fue el primer texto que me alborotó hasta las entrañas, y desde entonces escribo, escribo, elimino documentos y vuelvo a escribir para ver si por fin me sale otro libro. En 2011, la Universidad Dr. José Matías Delgado, mi alma máter, publicó mi ensayo "Ciencia y tecnología: ¿Deshumanización de la sociedad?". Ese libro, digamos, fue producto de cinco años como estudiante de la extinta Escuela de Jóvenes Talentos en Letras, mi semillero. He participado en diversos concurso de cuento y poesía, pero si me preguntan qué escribo, aún no estoy segura de la respuesta, porque la literatura es transgresora. Y para quienes piensan que primero hay que seguir las reglas para romperlas después, sí, ya he escrito sonetos y versos alejandrinos, pero es que no me gustaron esos corsés. Así que leo, aprendo y desaprendo según los territorios de sentipensares que habito en cada ciclo de mi vida.
Selección de cuentos de Tatiana Alemán
Una noche en La Dalia.
En el año 2018 no pasaron cosas interesantes, dijo una
amiga en una conversación casual de parque, café de $0.25 y cumbia. Quizás
tenía razón; pero olvidó un detalle importante: en 2018 yo tenía a mi hermano
en la cárcel, recién había descubierto que mi pareja de ese tiempo rompió toda
confianza entre ambos y se acercaban las elecciones presidenciales. Por forzado
que parezca, estos eventos estaban ligados de formas nada misteriosas, pero
esas son tramas para otras historias.
Corría el 2018 y los conciertos en el Club La Dalia
eran protagonistas en la vida nocturna del Centro Histórico de San Salvador. En
ese tiempo yo estaba embelesada con las sesiones de discos de vinilos gracias a
Tokadisco Social Club, así que asistía a la mayoría de eventos que mi economía
me permitía. Y en una de esas veces en las que el dinero podía soltarse sin
remordimiento, fui a una noche de vinilos que prometía lo mejor de la década de
los 80 y, bueno, cómo no caer ante esa tentación para una mujer como yo, criada
con la programación de la estación radial 92.5 Láser.
Esa noche fui a La Dalia con mi versión de El Cacas,
es decir, mi pareja de ese año. Me puse mi vestido negro favorito, mis botines
Vans grises y llevé la cartera que mi mamá tejió para mí. Durante toda la noche
sonaron bandas como The Cure, The Pixies y otras agrupaciones que al
mencionarlas me obligarían a crear una cadena de eventos que expliquen su
conexión conmigo. Así que no. Vamos a la parte cuando sonó The Smiths.
Por naturaleza tiendo a ser introvertida, tengo
tendencia a esconderme cuando me siento como un pececito abandonado en medio de
tiburones. Así de vulnerable. Pero esa noche, además del impulso que dan las
bebidas alcohólicas, cuando sonó “The charming man”, de The Smiths, esa pequeña
sala de baile quedó vacía en mi mente y de pronto estaba girando, saltando
hacia delante, hacia atrás, moviendo las caderas a los lados, agitando los
brazos, cantando a lo que me daba el pulmón después de semejante shot de
adrenalina y un diagnóstico de asma.
La música sonaba, yo giraba, yo recordaba un amanecer
del año 2016 en la colonia Miralvalle, con las nubes en forma de gigantes
tortugas y la calidez de un abrazo. Yo giraba y sentía cómo el dolor construía
muros en mi pecho, cómo me quemaba mientras recordaba esos mensajes en los que
yo era un ser inexistente en eso que constantemente llamamos amor. Yo giraba y
recordaba el día en que vi a mi hermano con esposas en las manos y los pies. Yo
giraba y afirmaba que además de ser átomos y dolor, también era esa mujer que
se movía con desenfreno por la vida en ese espacio tan pequeño. Yo bailaba y la
vida era un sonido de batería al fondo haciendo simbiosis con el corazón.
La canción terminó. La fiesta terminó. El 2018 también acabó. Mi hermano salió de prisión con su inocencia comprobada. El Cacas ahora es mi hermano de otra madre. Y yo sigo girando con desenfreno en las salas pequeñas de los bares y mi mente.
Parque de invierno.
Se necesitan dos piñas y un galón de manzana por cada
Cumbo de jugo de manzana con menta. A la licuadora se le quita el seguro antes
de encenderla y luego se asegura otra vez para evitar derrames. Después de
hacer el jugo se pica el cilantro y el perejil, para más tarde hacer bolas de
carne y Falafel. Apenas son las ocho de la mañana, así que esas tareas deben
durar hasta las cuatro de la tarde, cuando finaliza el turno. “Got you”, dijo
Ana al gerente del lugar, mientras en la cocina se encerraba el eco de
pronunciaciones confusas, sonrisas gruesas y ásperas, y una serie de
indicaciones con vocablos casi desapercibidos por su oído.
Para que los complementos pasen el control de calidad,
el pepino debe cortarse en media luna y su grueso debe medir una pulgada. Deben
cortarse dos cajas de pepinos a la velocidad de un tuit polémico en redes
sociales, para que los callos en las manos tengan buena consistencia. Las bolas
de carne y Falafel no deben hacerse en dos horas, aunque sea la única tarea que
quede en la lista mientras faltan tres horas para que termine el turno. Si eso
pasa, todos te verán extraño.
-¿Quién te explicó todo eso?
-Nadie.
-¿Y cómo hacés para entender las indicaciones?
-Pura intuición. Y siempre veo qué hacen. Los observo.
-¿Y se dan cuenta?
-Sí, pero nadie se atreve a hablarme. Asumen que no
entiendo.
-¿Y qué hacés durante todo el día?
-Eso. Cortar, mezclar, no hablar. Esperar que el turno
finalice para soltarme el pelo y hablar sola en la parada de buses.
Cuando el horno calienta la habitación, Ana sabe que
el día ha comenzado. Guarda su pelo en una delgada red, se pone su delantal e
invoca a su abuela para no botar los recipientes con agua y jugo. Siempre deben
rellenarse seis recipientes por cada uno de los acompañamientos. Luego de refilar
hay que cortar verduras hasta que los dedos se acalambren. Si esa tarea no ha
durado lo suficiente como para cubrir medio turno, Ana se apresura a preguntar
si alguien más necesita ayuda, pero aunque se necesite esa mano extra, todos
defienden su estación de la colaboración. Porque el tiempo es dinero. Entonces
Ana encuentra refugio en la lavadora de trastes hasta que el reloj marca la
hora de salida.
-Pareciera que no hago algo, pero siempre estoy
agitando el agua.
- Hace unos días soñaste de nuevo con morir. Te
despertaste en medio de la madrugada y encendiste la luz. ¿Qué viste?
- Me vi en silencio. Mi boca estaba bloqueada por algo
y solo gritaba hacia adentro.
- ¿Por qué te dio miedo?
- Porque la muerte siempre me ha parecido ser inmóvil.
- ¿Acaso no es lo que siempre reclamás? Hacer nada.
Parar.
- Sí, pero es diferente. Eso no era como descansar,
era como estar consciente de todo y no moverse. Como salirse del flujo, del
movimiento, y que eso te arrastre sin poder tomar posición en el arrastre.
- Cuidado con confundir las realidades.
- Me desespera tanta fuerza asfixiándose dentro de
mí.
Este día, Sonny saludó de abrazo a Ana. Incluso Cris
le dijo “morning”. Tomó su delantal y cortó las verduras. Rellenó los
recipientes con acompañamientos y luego elaboró tres especialidades de jugos.
Mientras tanto, los compañeros bromeaban sobre el culo de cualquier
persona. Al marcar las cuatro de la
tarde, Ana caminó hacia la parada de autobuses, durante los 45 minutos de
espera, el sol pegó con fuerza sobre su cara, los cuervos pasaban con cierta
curiosidad cerca de ella, y un afroamericano preguntó si ya tenía mucho tiempo
esperando. Finalmente tomó el autobús y llegó a casa. En casa le esperaba un
plato de carne del día anterior y galletas de todos los sabores.
-Todo me asusta. No puedo.
-¿Quién dice que no hay temporada de Margaritas
caídas?
- Es la temporada número de alien. A158633499
- ¿Aún te parecen extraños?
- Hay momentos en que todos y todo son diferentes,
pero esa línea se desdibuja cuando todos debemos hablar igual para no parecer
muy extraños.
- ¿Qué hacés cuando estás con todos y todo?
- Nada. Solo me hago invisible a plena luz del día.
El reloj marca las 10 de la mañana. La mamá de Ana
toca la puerta de su habitación. Ella le abre y le cuenta que ha estado
observando el vecindario por una hora. Durante este tiempo contabilizó cinco
hileras de apartamentos, cinco parqueos, tres contenedores de basura, más de 15
árboles, ninguna persona caminando, ningún perro, un grupo de ardillas
compartiendo semillas; un grupo de latinos arreglando los techos, Amazon
repartiendo paquetes en las puertas de las casas, carteros entregando sobres y
aviones rompiendo nubes. Ese era el segundo día de Ana en Estados Unidos. Llegó
un 25 de octubre. Hoy es 26 de octubre.
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