Caminos por Mario Zetino (Marzo)
Presentamos nuestro nuevo espacio de expresión libre, Caminos a cargo del escritor Mario Zetino.
En esta primera entrega honra a las escritoras salvadoreñas en un encuentro místico y ritual en que la poesía es conjuro y elemento esencial.
Ellas aquí
Comienzo invocando a mis antepasadas literarias. Comienzo invocando a quienes, antes de
estar yo en esta tierra, recibieron y escribieron y persistieron en la palabra, en especial a
través de esta forma de la palabra que para mí es tan querida: la poesía. Aquí, también con
palabras —pero las palabras nos llevan a la imagen, y lo que podemos ver, lo vivimos—,
aquí enciendo un fuego al caer la tarde, y son bienvenidas todas aquellas personas que
deseen reunirse alrededor del fuego, alrededor de la luz, y volver a los orígenes; que deseen
estar de nuevo, por un momento, en el inicio, y compartir la palabra.
Enciendo el fuego con la reverencia por lo que esto significa, y con el respeto hacia todas
las culturas y tradiciones para la cuales reunirse alrededor del fuego está mucho más
presente y vivo; y sabiendo que no me apropio de un tesoro de otra cultura, sino que, desde
el caos de la cultura y el mundo en el que vivo, hago uso de mi derecho y de mi capacidad
de volver a tocar mis inicios como ser humano, de caminar hacia allá —hasta aquí—, en un
claro de la selva tropical. Junto la leña, la dispongo; hago el fuego, invoco a los vientos de
los rumbos; convoco a quien desee venir.
A la luz de este fuego, comienzo invocando a mis antepasadas poetas. Si las palabras de
alguien más están con nosotros, esa persona está con nosotros, y está con nosotros su
verdad, y su fuerza, y su vida. Aquí nombro a nueve de ellas —aunque claro que son más—
y traigo sus palabras. No las nombro en el orden del tiempo, sino tejiendo sus palabras de
modo que sean aquí también lo que siempre han sido: una misma canción.
Abriendo las puertas de la voz, viene Mercedes Durand (San Salvador, 1933 - México D.
F., 1999), que dice de sí misma: «Soy la lumbre del tiempo/ Y el corazón del mundo»,
hablando precisamente desde el comienzo más lejano:
«Voy a decirlo todo
Como lo vio el bisonte
Y lo esculpió en las rocas
El hombre de Altamira.
Soy la lumbre del tiempo
Y el corazón del mundo.
Soy un ser sin edades
Sin cálculos
Sin prisas
Sin relojes de arena …
Soy un sin tiempo sin tiempo.
He recorrido asombros
Borrascas
Ansiedades …
He visto arder el fuego. …
Voy a decirlo todo.
He de vaciar un cántaro. …».
Cae el agua cristalina de ese cántaro, pasado de mano en mano, de voz en voz, y llega a
Matilde Elena López (San Salvador, 1919-2010), quien, respondiendo al llamado hecho a
estas antepasadas, entra diciendo:
«… voces enormes me convocan,
oigo un clamor lejano y agitado
que angustioso atraviesa mi frontera».
La vocación, la llamada, de decir y cantar siempre ha estado allí. Durante demasiado
tiempo no pudo, no la dejaron, manifestarse. Pero estas palabras se están diciendo con
fuerza, y con esa fuerza entra al círculo y nos habla sobre dicha vocación Claudia Lars
(Sonsonate, 1899 - San Salvador, 1974), con su célebre y poderosa arte poética «Poeta soy»
(1934):
«Dolor del mundo entero que en mi dolor estalla,
hambre y sed de justicia que se vuelven locura;
ansia de un bien mayor que el esfuerzo apresura,
voluntad que me obliga a ganar la batalla.
Sueño de toda mente que mi mente avasalla,
miel de amor que en el pecho es río de dulzura;
verso de toda lengua que mi verso murmura …
Poeta soy… y vengo …
a soltar en el viento mi canto de belleza,
a vivir con más alto sentido de nobleza,
a buscar en la sombra la verdad escondida. …».
Desde más adelante en el tiempo, también afirma la vocación de la poesía la poeta náhuat
Paula López (Santo Domingo de Guzmán, Sonsonate, 1959-2016):
«Yo digo lo que quiero,
yo digo lo que sé,
y lo que sé es que quiero cantar».
Claribel Alegría (Estelí, Nicaragua 1924-2018), gran escritora nicargüense-salvadoreña
—de quien, por cierto, este año será el centenario de su nacimiento—, se une a la
afirmación de la vocación de la poesía. En su poema «Adaptaciones» (1955) habla sobre la
vida que podría haberse dejado imponer, la cual la habría alejado de su llamado, y por lo
tanto de esta fogata en la que estamos reunidos:
«… A veces se me ocurre
que es fácil ser armario
y dejarse llenar de telarañas,
o puertas que otros abren
y cierran a su antojo,
o estante con libros
y con polvo.
Yo podría ceder
y volverme utensilio.
Pero siempre está el mar,
y la hoguera,
el trébol
tendiéndome su aroma,
y me desvío».
En ese caminar hacia una vida propia, por fortuna también ha habido manos, palabras,
corazones y voluntades que, de diversas maneras, han apoyado la vocación. Claribel lo
muestra al contar en versos cómo se fue de su casa, en la Santa Ana de la primera mitad del
siglo pasado, en busca de ambiente más amplio. En su poemario Umbrales (1996), ella
cuenta:
«… empecé a conjurar
palabras
a inventar mariposas
más nítidas unas que las otras …
… Dejé la casa
dejé a los míos …
Antes de mi partida
mi padre
con los ojos nublados
me susurró al oído:
“no volverás” …
y me entregó un estuche
forrado en terciopelo
con una pluma fuente
entre el satén. …
“Es tu espada”
me dijo. …
Sin darme mucha cuenta
tomé el destino entre mis manos
el tiempo no importaba
no importaba el espacio
el sabor de las palabras
importaba …».
No siempre ha sido fácil sostener esa espada. Así lo cuenta ahora Dora Guerra (París, 1925-
2016), poeta de orígenes salvadoreños. En su poema «Reclamo», dialoga con los temas de
los que ha hablado Claribel, y cuenta que en algún momento sintió que perdió, que fue
orillada a soltar, esos dones profundos. Luego de ese camino difícil desea, y yo digo que
también llama a, «reedificar el verbo»:
«Yo recuerdo que tenía en la mano una espada,
un rayo luminoso …
Recuerdo que tenía una voz agrandada
y un gesto circular que me rodeaba …
… quisiera romper en dos el viento,
reedificar el verbo
y lavar a gran agua toda mancha».
El agua del cántaro que comenzó a derramar Mercedes Durand no se agota, y en manos de
Dora Guerra ahora es una gran agua, un río. Liliam Jiménez (Santa Ana, 1922 - México D.
F., 2007) toma ese cántaro de agua-palabra, y va recorriendo el círculo que formamos,
dándonos de él, reconociéndonos sagrados, diciéndonos, como dijo en su libro Puño y letra
(1959):
«Mi palabras se esparce
y se difunde en giros,
transformada en diadema de esmeraldas
al encontrar tu nombre …
Mi voz te busca
como pájaro en vuelo al alto día
y te corona en círculo
de alas blancas».
Toma esta palabra Amada Libertad (Santa Tecla, 1970 - Volcán Quezaltepec, 1991), y dice,
con su agudeza y transparencia característicos:
«Apoyo el día en un diminuto estallido
que en ofrenda al silencio de nuestra presencia
ha rociado un manantial de palabras
sedientas de paz y libertad».
Las antepasadas se van reuniendo junto al fuego, y se les une Lilian Serpas (San Salvador,
1905-1985), quien tocando una flauta de pétalos dice su palabra, y concluye con ese verso
suyo tan poderoso:
«… alcanzo en pie de amor el infinito».
Con el poder creador de la poesía, Lilian partió de frases preexistentes —en pie de lucha, en
pie de guerra— y les dio un sentido nuevo, luminoso. Y allí están las antepasadas, y
estamos con ellas, juntos, en pie de amor, alcanzando y rodeados y llenos de infinito.
¿Cómo es que ellas se han reunido con nosotros ahora? ¿Es esto realidad o es, como se
dice, «sólo palabras»? Ellas sonríen ante esta pregunta, comprendiendo que en el intelecto
pueda surgir una duda sobre el poder profundo y amplísimo de las palabras. Paula López se
adelanta, y para responder a quien estas preguntas pudiera tener, nos da sus versos:
«Anteayer canté,
ayer canté,
canto ahora
y cantaré mañana».
Sí, ellas están aquí, contigo que las lees.
Mario Zetino
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