Narrativa

 


diseño: Elizabet Sicilia.

Coordinación General : Elizabeth Sicilia

Edición de textos : Josué Andrés Moz

Algo sobre mí.

Derlin De León: 1986, San Salvador, El Salvador. Es narrador y poeta. En su registro posee las publicaciones: El territorio del ciprés: antología narrativa; Revista Cultura de la Dirección de Publicaciones e Impresos (Ministerio de Cultura de El Salvador); Tierra breve: antología centroamericana de minificciónLa soledad de los errantes: relatos sobre el desplazamiento forzado y En busca del principito. El autor es integrante del colectivo literario La mosca azul.




El hombre sintió otra punzada en el pecho, más fuerte y prolongada que las anteriores. En un movimiento automático, tiró el tenedor sobre el plato y llevó su mano a la altura del corazón. Lo sintió latir con todo su cuerpo. Cerró los ojos y se incorporó al silencio de la casa. Cuando su cuerpo se destensó, exhaló un hondo suspiro.

—Mierda.

Guardó su cena y subió a la habitación con una extraña pesadumbre. El gato se adelantó, saltó a la cama y se sentó a esperarlo. Se dejó acariciar y ronroneó mientras movía suavemente la cola, como lo hizo el día que se conocieron en los límites de un barranco cercano. Tenía los ojos amarillos y el semblante de un lince. Amaba dormir y cazar.

El frío de la medianoche se le filtraba en los huesos y en la nostalgia. Pensó en una casa antigua a la sombra de un almendro, en cuyo patio vegetaban tortugas prehistóricas. Pensó en su madre cantando un bolero en la cocina. En el aire flotaba un olor a café.

El hombre se recostó sin el ánimo de regresar a los libros que se apilaban en la mesa de noche. Tomó su teléfono y escribió: Buenas noches, familia. Por la ventana se colaba un profundo olor a tierra y a eucalipto. Pensó en su próxima jornada laboral, extensa y sin luces. Resolvió sustituirla por una visita al doctor.

El gato se acurrucó a su lado y por fin sintió paz. Soñaba con una tormenta torrencial cuando su cuerpo se volvió a contraer. Se retorció de dolor el tiempo que duró el asalto. Respiró pesadamente hasta recuperarse. Buscó el teléfono.

—Me duele el pecho —alcanzó a decir—, llévame al hospital.

Colgó. Se levantó torpemente, buscó unos zapatos y un abrigo. Se detuvo en el borde de las gradas y, cuando se halló capaz, avanzó. El gato se adelantó, llegó hasta el piso y saltó al escritorio, desde ahí observó al hombre que se inclinaba sobre el pasamanos. Cuando terminó de bajar, lo vio arrojarse en el sofá.

El hombre sintió frio en las manos y en la comisura de los labios. Todo giraba a su alrededor. Intentó llamar a su vecino, pero no quiso parecer un cobarde. Le faltaba la respiración y tuvo miedo.

Creía que la vida y la muerte eran un milagro y una esperanza. Cada día, un afán. Cada decepción, un martirio. Amar y ser amado. Había resuelto luchar y sin embargo se preguntaba: ¿Quién llamaría a su madre? ¿Quién acogería al gato? ¿Quién hurgaría en la casa vacía?

Cayó al piso cuando intentó incorporarse. El gato corrió hacia él y rozó su cabeza contra la suya. El hombre se arrastró hasta la puerta. Afuera llovía a raudales. Gritó el nombre de su vecino las veces que pudo, pero no tuvo respuesta. Lloró con la médula, como lloran los hombres vencidos. Pronto se tendió por completo sobre la alfombra.

El gato maullaba y le tocaba el rostro con su pata. Nada en la casa parecía diferente. Zapatos desparramados, cuadros alineados y limpios, las llaves sobre el plato, las cartas en la gaveta, los recibos en el clavo, el techo húmedo y sucio y, mucho más allá, sobre todo y sobre todos, la noche oscura y fría como las profundidades del mar. 

Llenó sus pulmones de aire fresco y recuperó el control de su cuerpo. El tiempo parecía haberse detenido. Era domingo, mañana sería lunes. No, hoy es lunes. No iría al trabajo, su hermano vendría pronto, quizá a la una, no, a las dos. Tomaría unos días libres, no, quizá una semana, o…

Pensaba en estas cosas cuando su corazón se detuvo.

El gato maullaba y le tocaba el rostro con su pata una y otra vez.







l

Silvia dio a luz al medio día. Duerme, aunque el sol que se cuela por la ventana le cae encima. El ventilador gira pero no refresca; hace un ruido reconfortante. Falta poco para que nos den el alta; eso dijo la enfermera.

Tengo entre mis brazos a Lucas; es un bebe muy extraño. La mirada de mi madre está de nuevo sobre mí. Ella está de pie junto a la camilla, esperando un gesto, un quejido de mi parte, algo que le provoque decir lo que piensa: pedazo de mierda. No se lo permito. No la miro. Sostengo a Lucas y sudo vergonzosamente.

Me gustaría estar en otro lugar, pero este es mi hijo.

Mi madre pagó el taxi que nos trajo a la casa. Afuera están algunos vecinos, nos ven bajar: ¡Felicidades! ¿Niño o niña? ¡Qué bendición! Hipócritas. Sé lo que piensan de mí. Quizá porque no soy un vecino ejemplar, quizá porque no soy como sus hijos que se casaron y tienen carros y casas que deben a los bancos.

Silvia se acomoda en el sillón y me pide a Lucas. Está molesta. Siempre está molesta. Piensa que estoy drogado. Solo tomé unas cervezas con Hendrix, le digo. Pero no me escucha, se acerca al niño, lo mira, susurra con ternura: Hola, Lucas… hola, mi amor. Llora.

Mi madre está adentro lavando trastos y yo estoy desesperado, hace mucho calor. Necesito un poco de aire. En el mueble de madera, junto al televisor, hay tres dólares, los vi cuando entramos. Silvia sigue sobre Lucas. Me acerco al mueble y tomo las monedas.

Voy a salir, digo. A nadie le importa.

II

Les conté a mis amigos que soy papá. Celebramos. Amanecimos en la casa de Hendrix. La goma jode pero no mata, les digo. Agua mineral, limón, dos antiácidos y al trabajo.

Hendrix también es mi jefe. Su familia produce chocolate. Yo trabajo entregando los pedidos. Seis horas diarias por diez dólares. Eso está bien para mí. Silvia piensa que no es suficiente. Cinco dólares para ella y cinco para mí. Creo que es justo.

Buscá un trabajo decente, repite siempre, con seguro social y vacaciones.

¿Un trabajo decente? Tiempo por dinero. Es lo que es. Silvia insiste ¿Qué futuro le vamos a dar al niño? Yo no digo nada. Me encojo de hombros y me voy a la calle.

Aún no tengo una respuesta. Tampoco sé si Lucas vivirá mucho tiempo.

 

III

El tráfico es sofocante en la ciudad. Nos toma una hora ir de la terminal al Barrio San Jacinto. Hendrix se seca el sudor de la frente con una toalla sucia. Entrego 40 tabletas de chocolate en la tienda El Porvenir, la última de la ruta de hoy. Hendrix espera en la calle con el pickup encendido.

—Terminamos, —le digo.

—Vamos a La Pirraya —responde—, tengo hambre. 

La Pirraya es un buen bar. La cerveza es barata y la sirven en jarras de vidrio. Las meseras son jóvenes. La Verónica es lo mejor de este lugar. Cabello corto, rojo, cuerpo firme, manos delicadas. Tiene una corona tatuada en el cuello. Cuando la Verónica pasa, todos sonreímos.

Hendrix pide dos jarras para acompañar la sopa y habla sobre una fiesta. Yo lo miro fijamente pero no lo escucho. Pienso en mi madre en 1989, sola con un niño en una vieja casa, cuando la guerra corría por la ciudad. No nuestra guerra, la de ellos: la que se tragó a los tíos del álbum de fotos.

Pienso que Lucas no tendrá recuerdos míos, pero no estoy seguro.

“Y terminamos en las bartolinas de la Monserrat” concluye Hendrix entre carcajadas, mientras golpea la mesa con su jarra de vidrio.

—Me acuerdo —le digo—. Me acuerdo.

 

IV

Cuando Silvia se vino a vivir conmigo su madre se enfermó, porque era lo único que tenía. Mi madre no le dio tanta importancia. Estaba acostumbrada. Tan viejo y tan pendejo, decía, cuando me escuchaba cantar.

Por esos días dejé de fumar y de beber. Me sentía bien. Iba a traer a Silvia todos los días al Instituto Albert Camus y salíamos los sábados por la tarde.

Cuando leímos la prueba de embarazo Silvia estaba feliz. Yo quería proponerle un aborto. Pensaba en eso todo el tiempo. Y pasaban los días y ella llegaba con mamelucos, zapatitos, pulseras para el mal de ojo y yo iba perdiendo el valor.

Entonces todo era mejor. Los dos trabajábamos y estábamos enamorados.

Ahora peleamos por todo y por nada. Porque fumo, porque tomo, porque no llego a casa, porque me prendo, porque Lucas necesita esto y aquello, porque mi madre carga con todo, porque no busco un trabajo decente.

¿Un trabajo decente? Tu vida a cambio de dinero, entregando chocolate o en las oficinas de algún ministerio público. Tiempo por dinero. Es lo que es. Levantarse temprano, un puro, un café, lidiar con Hendrix, lidiar con la policía, lidiar con los muchachos. Son tatuajes artísticos, les digo, mientras me quito la camisa. Fijáte bien, mi hermano.

Intento mantenerme tranquilo, hablar bien, mirar a los ojos. 

 

V

Ahora no trabajamos porque es domingo. Estamos en la Pirraya desde las 9 de la mañana. La Verónica nos trae otras jarras, saca un lapicero del moño, anota las cervezas en la cuenta de Hendrix. Ella le dice algo que no logro escuchar y Hendrix sonríe como un tonto. Está perdido.

Hendrix le responde algo y ella se va hacia otra mesa donde la esperan otros hombres. Ellos también la miran y le agarran la mano. Hendrix no la pierde de vista.

¿Sabés qué?, le digo a Hendrix, ayer cumplí 30 años. A estas alturas ya sería un economista, como mis compañeros de la facultad, con un título en la pared y sin trabajo.

Hendrix parece no escuchar. No me mira. O solo me ignora.

Yo reparto chocolate, no está tan mal. ¿Un trabajo decente? Si logro llegar a los 60 años repartiendo chocolate, Silvia tendrá 50 y seguirá siendo hermosa. Mi madre estará en su tumba y yo no tendré pensión. Probablemente, los economistas de mi generación tampoco la tengan.

La familia de Hendrix no da vacaciones, ni seguro social. Se limpian el culo con el Código de Trabajo. Intento imaginar qué será de Lucas. Si al menos podrá valerse por sí mismo.

Hendrix se tira una carcajada. Y yo sería un Ingeniero Agrónomo, dice levantando su jarra, que reparte el chocolate de la familia.

Brindamos.



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