Narrativa

 


diseño: Elizabet Sicilia.

Coordinación General : Elizabeth Sicilia


Algo sobre mí.

Felipe Ortiz (San Salvador, 1996) Trabajador de día; escritor de noche. Integrante de la antología del I Concurso Internacional de Microrrelato “Microdragones” de la editorial española “Diversidad Literaria”. Amante de las películas e historias desde pequeño, embarcado en contar la suya propia desde hace algún tiempo.




Aquella vez justo después del atardecer me encontraba vagando en el bosque sin rumbo al cual atender; los árboles se erguían ante mí en un paraje albo, un laberinto que hacía perderme en aquel Terreno Blanco. No pude percatarme de cuánto había caminado hasta ese momento; apenas fui capaz de notar el paso de días interminables por el inclemente invierno. La ventisca era tal como un golpe helado en las entrañas; en cada parte de mi cuerpo mi piel se erizaba, el frio llegó hasta lo profundo de este cascarón y mis dedos en su punto de congelación se aferraban obligados al único objeto que me guiaba: una linterna que, además de proporcionarme un poco de calor, también me daba una idea de cómo lucía aquella senda extenuante, para poder resguardarme fuera de ese reino de follaje insondable, perpetuo bullicio y adversidad absoluta.

En cada resplandor casual podía observar cómo se tambaleaban los árboles en la periferia: un monstruoso movimiento, una danza atroz evocada por el viento al son de una melodía que rasgaba acerbo entre las hojas, como si espíritus susurrantes se mecieran por las ramas, aprovechando cada arcada para cubrirme en su sombra y vigilarme con detenimiento. Luego, con pasos rimbombantes y un pesado andar, lobos y bestias comenzaron a seguirme a ritmo sosegado, guiados hacia mi carne tensa mientras más me adentrara en aquel bosque encantado, impulsadas por el ahínco de probar el primer bocado en meses.

¿Eran dos?, ¿tres?, ¿diez? No lo sé. Los gruñidos provenientes de sus fauces, combinados con el rugido del invierno, poco aseguraron su cercanía. Pero bien sabía que una vez que dejara de moverme arrancarían la carne de mis huesos, para así ganar más tiempo a la inevitable muerte. Los pasos menesterosos de criaturas ansiosas sumaban fuerzas, en tanto que mis piernas estancadas en la nieve alta hacían del trayecto difícil de avanzar; ni siquiera podía correr ya, al gastar todas mis energías me dejé caer y acepté con desprecio que nunca saldría de aquel lugar.

Cuando la niebla nocturna todo lo cubrió, mi aliento fatigoso se disipaba en una nube que se fundía con el ventarrón, que bien hubiera confundido con mi alma evaporándose ante la llegada de la oscuridad y en su proximidad achicaba la complicidad de la luz que estaba de mi parte. Sin ninguna gota de aceite con la cual saciarla y mantenerla encendida, no habría manera de evitarlo, pues, pronto se extinguiría. Las esperanzas de sobrevivir se desvanecieron, mi palpitar se atenuó, mi mente divagó y me fue imposible recuperar el aliento ante tal desolación. Entre gruñidos y chillidos ya podía verme destrozado, mis restos enterrados serían transmutados en la esencia de aquel monte, lejos de lo pagano; sin posibilidad de encontrar un plácido descanso moriría por mi insensatez de aquella hora.

Entre la negrura de la que ahora era mi tumba apareció una luz, presentándose ante mí como el término de mi destino, habiendo viajado desde algún lugar más allá de los Dominios, el consuelo que busqué hacía ratos lo encontraría en la calidez que miré desde donde yacía agotado, dándole reposo de manera satisfactoria y sin aviso, de este arduo viaje, a este cansado cuerpo.

Ya que mi salvación fue provista, en un último empeño encontré fuerzas que no sabía que tenía. Me levanté con la idea agobiante de que al girarme aquella luz se esfumaría; para mi suerte al acercarme ese resplandor crecía. Y como si hubiera sido liberado de una atadura indescriptible, me sentí gozoso cuando pude correr pese a la asperidad del medio. Corrí hasta que mi voluntad se fragmentó en suspiros profundos, entre la intriga de la ilusión que estaba viendo y lo caprichoso de aquel suelo.

La sensación de alarma escapó cuando el laberinto de árboles culminó y un claro me llevó por un atajo. De manera despectiva me deshice de la linterna una vez obsoleta. Mi nueva guía fue la silueta de tres lunas que habían pasado inadvertidas tras las nubes que me habían devorado; iluminaban sobre la cúpula de cristal a través de una fisura en lo alto y esperé un golpe de suerte cuando la luz que venía del cielo coincidiera con mis pasos cansados.

Embaucado fui por mis sentidos puesto que no había nada kilómetros adelante, solo un valle que se extendía más allá de donde mis ojos podían mirar desde la orilla del barranco. El bosque como tal seguía por la cordillera que al fondo se veía, escondiéndose entre veredas y crestas, ascendía y se extendía por hileras entre nubes espesas; sus raíces bajaban y se ocultaban en el hielo hundiéndose en lo profundo de la tierra, donde la luz ni siquiera llega. Petrificado quedé al dilucidar las puertas de un bosque primordial donde los mortales habían sido desterrados: un tesoro escondido en las montañas, herramientas y recursos que en manos equivocadas reavivarían la guerra en el mundo. Mi misión y mi deuda quedarían saldadas. Podría darme la vuelta y contarle al resto lo que había encontrado.

No pasó mucho tiempo para verme de nuevo en un aprieto. Dientes de angustiosa hambre se clavaron en mi pierna y un líquido rojo caliente bajó hasta la suela. Después de haber tropezado, el único modo que encontré de ayudarme se reducía a regresar los golpes a la cabeza de aquel animal. Mi lucha a pesar de desesperada no fue suficiente ante su fuerza natural. Los demás me trincaron y sin esperar un segundo una de ellos fue en busca de mí yugular, que con un reflejo veloz tras mi brazo pude proteger de esa herida que sería letal. De improvisto, un tronido que hizo eco moviendo el hielo, se llevó el sufrimiento de aquel lobo hasta lo más alto del cielo; luego otro y otro más me liberaron de quienes me cazaban, seguido de una avalancha que arrastró al resto de nosotros hacia su interior.

El aullido de los lobos se esfumó, ya no había luz a la cual aferrarme y la lobreguez se hizo presente en el fondo de ese abismo inquebrantable, cerniéndose lenta sobre mí como la caída de la de nieve distante y la brisa concentrada en su callada tarea reunía sus fuerzas para pronto arrasar la tierra con potencia.

En un desamparado desvanecimiento solo pude sentir cómo era alzado, agitando los brazos tras un movimiento involuntario. Luego de que en mi interior solo existió el terror y mi mente se perdió en las esperanzas que el invierno le negó, poco a poco el frio que me había aquejado se convertía en una manta que aliviaría el dolor. La muerte había venido por mí, tomándome en sus brazos me llevaría hacia el otro lado. Esperaba al abrir los ojos encontrar mi lugar más allá de las montañas, sin ninguna cosa que me preocupara, viendo el amanecer sentado sobre la grama y, al final de mi último día, poder descansar bajo la luz del ocaso.

Pero, ¿Qué tal si mi recorrido me dirigiera hacia un lugar sombrío? Vagaría con el hastío de no concluir mi camino de otra manera que no fuese morir ahí, solo, sin nadie que pueda recordarme, sin quien mencione mi nombre para hacerme revivir por un instante, desvaneciéndome del mundo como el humo en el aire, sin ninguna certeza de que existí, que viví, solo con el recuerdo de que hace mucho tiempo perecí. Arrastrado al lugar donde condenadas al tormento eterno aquellas almas fueron desterradas, olvidaría el roce de los labios de mi amada, perdería mis recuerdos y mi esencia como un mórbido sueño al despertar mientras soy cautivo de las tinieblas, sin ninguna especie de inmunidad.


Comentarios

Entradas populares