Selección especial de cuentos de terror

 


diseño: Elizabet Sicilia.

Coordinación General : Elizabeth Sicilia

Algo sobre mí.

Felipe Ortiz (San Salvador, 1996) Trabajador de día; escritor de noche. Integrante de la antología del I Concurso Internacional de Microrrelato “Microdragones” de la editorial española “Diversidad Literaria”. Amante de las películas e historias desde pequeño, embarcado en contar la suya propia desde hace algún tiempo.




El despertar fue abrupto. De un momento a otro había regresado a la realidad, salvándome por milagro de sucumbir ante aquel sueño profundo. Aunque siguiera sintiendo su peso sobre mí, no estuve en sobre aviso de mi tránsito por las tierras de la pesadilla; después de haber vagado indefinidamente entre los horrores ahí escondidos, olvidados fueron por la poca duración de mi retentiva. Sobre aquel incomodo lecho, arrebujado bajo un puñado de sábanas que reprimían parte de mis movimientos, dentro de aquel hogar de hierro vi arder una llama, delatándose como un centelleo trémulo en proceso de convertirse en ascuas apenas dotadas de su propio resplandor.

Como primera opción busqué con ojo avizor a quien a este desafortunado resguardo otorgó; pero a consecuencia del prolongado letargo, mi vista a la penumbra no llegaba a acostumbrase. Sin entender lo que era nada traté de levantarme, no obstante, al contar con lozanía y un sobreesfuerzo, mi cuerpo de todas formas renegó cualquier señal de mi cerebro, resultado de la atrofia muscular tras el sometimiento del frio previo.

—Para tu bien es mejor que no te muevas —escuché de una voz vieja y cascada que me hablaba desde la sombra a mi espalda.

—¿Dónde estoy? ¿Quién…, quién es usted? —pregunté paralizado, recibiendo como respuesta el pisar de unas botas que rodearon la habitación.

—Calla —exhortó—, soy un doctor y las preguntas las haré yo.

De aquel hombre solo podía apreciar la silueta que se movía circunspecta de un lado a otro y, sus facciones levemente se iluminaban entre cada bocanada del cigarro en sus labios. En todo momento vagó con soltura, recorrido convertido en ritual que disponía siempre a ejecutar cuando un incordio le ahogaba.

—Llámeme Héctor Crane —expliqué—, llevo el nombre de mi padre y el de su padre antes que él. —Mi presentación y las palabras que le siguieron fueron acompañadas por un tartamudeo—. Solo quiero regresar con mi familia. Ellos aún me esperan; juro por mi creador que me iré de inmediato.

—Cálmate, no tienes por qué preocuparte… Ahora contesta, ¿qué es lo último que recuerdas? —inquirió con denotada gallardía.

Respiré profundo. Pensé que podría ahogarme tratando de alargar ese instante entre el reposo y la nulidad, procurando escudriñar lo que en días anteriores hubiera confundido con desvaríos en mi necedad. Sintiéndome con más confianza, usé todo el poder de mi energía mental para rescatar cualquier indicio de autenticidad.

—Mis compañeros y yo éramos parte de una tripulación de comerciantes. Nuestro último trabajo fue el de dejar un encargo en las islas del norte. Pero las negociaciones se prolongaron más de lo necesario y cuando tuvimos oportunidad de regresar, el viento del noreste presagio la tempestad. A pesar de la renuencia de nuestro capitán por levar anclas, esa noche el “Red Burial” zarpó acompañado de lluvia. Una vez en alta mar, no sería fácil eludir tal fuerza de la naturaleza mientras fuéramos arrastrados dentro de su turbulencia, así que poniendo rumbo hacia el sur se nos ordenó rezar por aguas más discretas.

»Después de luchar la mayor parte de la noche para mantenernos a flote, fue hasta cercano el amanecer en que reencontramos la calma mientras la niebla nos envolvía conduciéndonos a ciegas. Habíamos atravesado una tormenta, cosas como ésa ya no vencían el aplomo de un marinero; tan aguerrida era la tripulación que no fue posible anticipar tan inesperado suceso: Lo que primero llamó nuestra atención fue el chirrido lacerante del casco arañado por las rocas. Con lo anterior, sumado a la velocidad con que se movía la embarcación, no fue sorpresa la forma exabrupta con la que varó entre los escollos cerca de la costa.

»Una vez en tierra, después de reponer nuestras fuerzas como preámbulo necesario para abrirnos paso entre veredas escuetas, circulamos por estos bosques mucho más de lo que me gustaría afirmar, pues no éramos conscientes de los peligros que dimanan en las tierras del este. Luego de estimar distancias y disponer de toda pizca de ingenio para sobrevivir, creímos alcanzar algún pueblo a la quinta tarde en su transcurrir. En cambio, la nieve nos alcanzó más pronto que tarde. Sin idea de cómo regresar la naturaleza nos demostró, de manera magistral, como el camino más sencillo se convierte en escabroso.

»El silencio del terreno fue el recordatorio de que visitábamos tierra extraña; la leña se había negado a arder, y si eso llegaba a suceder pronto las llamas languidecían ante las bajas temperaturas. La carne blanca para nuestro sustento se pudrió con una celeridad inquietante; el agua se tornó ácida y de sabor repugnante provocando la riña entre mis compañeros, recriminaciones sin fundamento que acusaban el uno al otro de excederse en su porción, poniendo en riesgo la confianza y empatía, pilares de nuestra hermandad y su cohesión. Sumidos en una decadente vitalidad, a pesar de que forzados a matar el hambre con raíces y nieve, en los intentos para contrarrestar semejante mal lo único que logramos fue producirnos destemple. Con paciencia la tierra reclamó para sí a cada invasor, atacando no solo la carne, sino también nuestra mente arrancando de las sienes facultades como sagacidad y lucidez, minando la fuerza del espíritu para luego dejar los restos a su merced.

»Hacia el último día de viaje grupal pusimos atención al cielo de aquella hora. Cuando Keith, el primer oficial fue consciente de lo que se avecinaba en el horizonte, demostrando tener la fuerza necesaria para acabar con nuestra extendida excursión, sumiéndose en su fuero interno optó por el más profundo de los silencios. Adoptando facciones insanas había llegado a la vejez en un revés; su espíritu desvencijado lo hacía parecer un cascarón vacío y no tuvimos más remedio que cargar con él.

»La efímera catatonia desapareció, otorgándole una desenvoltura que dejó entrever las ideas que habían estado rondando su cabeza. Progresivamente fue sacándolas a la luz, comenzando con las desavenencias: decidir sobre quien cargar la culpa del encallamiento y sus consecuencias. «Culpa a tus superiores, a la tormenta o tu maldita suerte, pero a mí no me incluyas en esa clase de estupideces», renegó alguno. Apenas fue capaz de acallar su furor; la ira y la frustración que le siguieron buscó descargarla en mí, tratando de captarme dentro de su retorcido razonamiento reveló que la única forma de salvarse era morir. Frente a mí ya no se encontraba un hombre sino un bárbaro, creyendo que fallecer era la solución a nuestra amargura y con un vuelco al corazón, irrevocable se entregó a sus instintos primitivos.

»Me defendí acabando con sus planes antes de que llegaran a afectarme. ¿Habré hecho lo correcto? ¿Fue una muestra de misericordia hacia un animal que estaba sufriendo? No. ¡Fui egoísta! Ni siquiera me quedé para rendir los últimos respetos y reconocer que había sido un igual, un amigo en los momentos de mayor adversidad, que abandoné cuando se enfrentó a un enemigo que no podríamos doblegar. La sangre que derramé no fue suficiente para calmar la ira de los Dioses, trayendo una suerte a mí y a los míos cuando un alud terminó por condenarnos. Gracias al cielo que me encontraron.

—Ahora estás a salvo —dijo con la calma que rápido en él escapó—; pero debo decir que este lugar suele utilizarse para la cremación. Las autoridades correspondientes nos trajeron los cuerpos de gente luego de la peor ventisca en meses, quiero creer. Y, tú, has tenido suerte que no se ha decidido qué hacer con ustedes. El barco del que hablas, fue muy mencionado en su día, pero han pasado veintitrés años de la confirmación de su hundimiento.





Las tierras que conforman el desierto aun cuentan con su propio misticismo, se habían hecho de las herramientas para engañar hasta al más instruido, con una frivolidad que teñía de rojo el cielo tardío, cubre a cada individuo bajo el manto ensangrentado que serpentea con las tormentas de arena. Adquiriendo un aspecto llano, orilla hasta al más osado a moverse con cautela.

La arena empaña la visión del temerario viajero; rasgando su pulmón atacaba con un molesto ardor su garganta reseca por el anhelo. Una vez seducido por la sed es abandonado por su juicio; sumergiéndose en memorias de anteriores batallas le muestra deseos en forma de espejismos: desde riqueza y sustento hasta ciudades inmensas erigidas hacía tiempo, a las que su propia soberbia ha derruido. En algún recóndito lugar las siluetas son más claras, protegido bajo la tormenta, ésta los lleva por un camino de desdicha; acompañándolo como una antigua amiga, luego de varios ingratos encuentros deja atrás su áspera caricia cuando la vieja Arnái aparece intrusiva. Atraído como luciérnaga gracias a las luces que adornaban su arquitectura burda y desgastada, poco se da cuenta de la escasez que puede ofrecerle una urbe que, desde más allá del inconstante muro perimetral, tiende a la apariencia del típico pueblo atestado de fantasmas, o incluso de cosas peores que abundaban en aquel terreno vasto.

Cada edificio se hundía en su propia pelea, luchando contra el viento a la espera que los sepultara la arena. Carcomidos por el sol la incandescencia no prestó favor; agrietando su postura los hacía tambalear con un crujido sordo, un lamento hueco que dejaba al descubierto la negativa a desaparecer por completo. Arnái años atrás había tenido una prosperidad tal que había permitido su expansión hasta los límites que conocemos hoy. Dicho reconocimiento no era para ser grabado en piedra. Pronto la antigua riqueza se convirtió en una continua desesperación cuando el acecho de la muerte sobrepasó sus muros. La rivalidad entre el bien obrar y la deslealtad se arrastraba por los surcos dejados tras las huellas de incautos que se paseaban por sus calles, erizando la piel de justicieros y maleantes prestos a dar caza a arpías escondidas por esos lares, en los más bajos círculos, entre los cimientos, donde se alimentaban los gremios ante las Batallas del Desierto.

Ya nadie se atrevía a cruzar el terreno para encontrarse con un pueblo que estuviera en medio del combate. Los que se quedaron, y otros que no tenían dónde marchar, se las arreglaron para sobrevivir en aquel lugar funesto. Cualquiera que caminara en soledad escuchaba los murmullos de la madera deteriorada, detectado únicamente por las miradas del vigilante resguardado tras la ventana artificial, frías venas de silicio y electricidad obligadas a trabajar para mantener seguro los intereses del verdadero señor del arrabal.

Después de acabadas las tormentas la ciudad volvía a su brío acostumbrado. La concurrencia se hizo extraordinaria cuando en alguna plaza, la congregación presenciaba la ejecución pública de ladrones de agua. Lugareños y transeúntes celebraban la tarea desvergonzada del ejecutor al accionar la palanca, obligando a los desgraciados a rendir cuentas por el peso de sus actos, trayendo una justicia que para otras regiones no se diría correcta, pero en Arnái no había maneras de advertir las diferencias. El mercado abría de nuevo sus establecimientos donde traficantes mostraban sus escaparates; los jinetes regresaban a sus riendas y las carretas circulaban con depósitos abarrotados. Llegaba a ser demasiado pesado recorrer a través de pasillos angostos que, alguna vez tan amplios, fueron absorbidos para servir a los locales bajo los toldos. El griterío de los mercantes atraía a quien buscaba un buen intercambio o canje, reuniendo a la entrada de las carpas a personas hambrientas y de manos al alza, que acorralaban como formas despiadadas al anfitrión de un espectáculo de brutalidad inusitada. Un artesano menos solicitado exponía sus trabajos sobre una manta tirada en el suelo; famélico y enfermo perseveraba en la creencia que, por su padecimiento, los desconocidos le acogerían bajo su seno. Pequeños ladrones ponían en práctica sus habilidades sirviéndose de la muchedumbre. Uno de ellos fue descubierto cuando hurgaba en los bolsillos de un cliente distraído; este último, tirándole del brazo, le propinó unos golpes que lo dejó tirado mientras sus secuaces huían despavoridos; tropezando con gente, pilares y cestas, solo nutrían la ira escondida tras los rostros de expresión severa. Las riñas rozaban el altercado entre algunos producidas por una estafa arbitraria, participando cualquiera dispuesto a recuperar lo que era suyo hasta desahogarse contra el timador con saña.

“El Guijarro Extraviado”, uno de los establecimientos mejor reconocidos, se llegaba a él por intrincados pasillos que se internaban en lo profundo de las colonias. A ojos de su poco tratamiento, y en otras horas del día, parecía otro edificio abandonado. Pero al contrario, a través de ventanas rotas y del bullicio animado, entre cancioncillas y ocurrencias, bebidas y relatos, sorprendía la cantidad de personas que entraban y salían del local. El suelo estaba manchado de lo que parecía ser sangre, o de una u otra copa que alguien habría derramado. Otros, sentados al final del salón su conversación era solo movimientos de labios tras el alboroto general: soldados de distintas insignias que nadie se atrevió en registrar. Por último, un variopinto grupo en la segunda planta ni siquiera se enteraba de mucho de lo que pasaba, por estar concentrados negociando el mejor precio para desatar su lascivia acumulada; o también afectados por las múltiples sustancias y lo que esto acarreaba.

La noche era fresca y apacible, solo alterada por los rumores y el sisear de la arena tras la caída de las dunas o el movimiento de las bestias: un respiro de la inflamación inherente en la monotonía que muchas veces enferma. A pesar de haber sido un día productivo y de provecho, pronto aparecía un recelo entre los lugareños a mostrarse expuestos a la intemperie. Las labores en algunos rubros no cesaban, menos cuando era más fácil moverse sin que el sol te quemara.

Mucha gente pasaba de largo por aquí —se escuchaba entre la gente—: se dice que los Derramadores de Sangre han ganado terreno al absorber organizaciones pequeñas. Los rumores apuntan que en el desierto ellos son el único gremio que queda. Viendo cómo están las cosas, esos comentarios se acercaban a la realidad, pues, su influencia puede notarse en los pueblos cercanos a esta ciudad.

—Ellos son capaces de cosas viles —dijo otro—. Dicen que Arnai es neutral, tanto como para recibir de los gremios un trato especial; ha sido así desde su fundación en señal de buena voluntad tras el daño colateral que significó la quema de aquel bosque… Es legendaria la fuerza de los Derramadores; consolidaron sus alianzas para establecer una regencia sobre comunidades como esta. Pero la verdad es que aquí ya no hay nada de gran valor que les atañe; toda la riqueza se reduce a unos cuantos pozos de agua fresca que en cualquier momento podrían secarse. Arnái es solo un medio, un lugar de paso, una villa de descanso para esos desgraciados. Si la ciudad ha perdido a sus dominadores libremente elegidos, ¿quién pone las reglas?, ¿quién dispone de las órdenes? El miedo es el verdadero gobernante, lo que provoca que los lugareños no puedan olvidar la sangre que por años se derramó, inspirando a los intrépidos que han aprendido a resguardarse y escapar de los peligros de la región, para impulsarse, ganarse un puesto en la trinchera de soldados caídos y victimas de tal situación.

»A nadie le importaría que movieran su actividad a las zonas desocupadas, se quedasen allá y una vez por todas nos dejasen en paz. Pero eso es solo un sueño del que difícilmente en que me veo despertar.


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